Me acuerdo de un muchacho como de unos quince años que andaba en la revolución junto con su papá y su abuelo. Él les llevaba armas, ropa o de comer a su papá y a su abuelo a los maíces, donde estaban escondidos y en una de esas que los soldados los descubren y los agarraron. Los llevaron a San Ignacio ahí al mesón de mi casa, los sentaron en una banca de material en la entrada de mi casa. Mi mamá muy valiente le pidió permiso al capitán para darles de desayunar, pero el muchacho no quiso y le dijo a mi mamá: “no, yo estoy muy asustado doña Cuca y la leche me puede hacer daño” y el abuelo volteó y le dice “usted no sea rajón, ni la leche le va a alcanzar a hacer daño antes de que estos pelones nos maten”. Se llevaron a los tres al cerro, pero sólo mataron al papá y al abuelo para que le sirviera de escarmiento al muchacho. El pobre bajó corriendo sufriendo y gritándole a mi mamá que le habían matado a su papá y a su abuelo.Lo que salvó a mi mamá fue que ella les dijo que sólo era la de correos y que a ellos, a los cristeros, también les llevaba sus cartas. Sólo uno de ellos sabía leer y tomó un sobre y comenzó: “se-se-señor cu-cu-cura”… “Ah, entonces no son de los malos” y con eso dejaron libre a mi mamá y a nosotros muertos de miedo.
Y después que mi papá regresó de Estados Unidos que va entrando a la casa el “Jeta Mocha” muy fresco a mi casa porque mi papá le iba a dar semillas para su rancho. Y le dije “no le vayas a dar nada, este Jeta Mocha vino una noche a matarnos” y mi papá me jalaba diciendo “cállate hija, cómo sabes si todavía guarda recelo”.
Los soldados hicieron un cuartel en el mesón de mi casa. Para ese entonces eran mejores los soldados que los cristeros. Los cristeros eran muchachos de quince años con sus carabinas, sus rifles y sus pistolas. Era gente ranchera, gente bruta. Escupían de largo diciéndose unos a otros: “¿tú cuantos pelones llevas?”, “yo quince” presumiéndose cuántos muertos llevaban.
Los soldados que vivían en nuestro mesón nos platicaban: “Cerca de La Capilla hay un rancho que se llama ‘La Flor’ y ahí hay unos zanjones profundos, ahí se meten los cristeros y nomás se les asoman los sombreros. Entonces el capitán nos grita: Pelotón número 4…número 2, por la derecha… por la izquierda” Así mataban a muchos cristeros y los regresaban a San Ignacio desnudos en carretas y los aventaban en la plaza y decían: “para que se les quite lo cristero”.
Los cristeros también mataban soldados pero muy pocos. En unos de esos días había un cristero llamado “El Turín” que era muy valiente. Se quedó dormido debajo de un árbol en un corral en el rancho. Lo vieron de lejos los soldados y le tiraron de balazos. Se fueron acercando y él, con su último aliento se echó a un soldado con un balazo. Por valiente, lo remataron a balazos, le quitaron la oreja y la pusieron en una caja con cal “Porque ese hombre si era valiente”, decían ellos mismos.
A los soldados los ayudábamos a cargar sus rifles y los limpiábamos con cepillos. Eran 27 soldados y un capitán en mi casa. Con Raquelito estaba el teniente Heriberto que le decía a mi mamá: “Récele a sus santitos para que los cristeros no me maten, yo quiero ser aviador, yo no quiero morirme”. Ese teniente si lo logró. Pasaron muchos años después de la Guerra y un día un avión lanzó una piedra a las afueras de San Ignacio con una nota escrita para mi mamá: “estoy vivito y coleando gracias a usted que vió por mí, usted dígame donde nos vemos para saludarla a usted y a su familia.” Eso pasó después de 10 años.

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