domingo, 29 de agosto de 2021

Más historias… parte 4

Cuando era niña acompañaba a mi papá a su rancho. Llegaba a una piedra que figuraba a la Virgen de Guadalupe. Llegaba a un arroyito a juntar piedritas rojas, azules y maripositas de colores con las que me entretenía y la comida se me enfriaba. Allá me quedaba con él. Tenía una yegua muy mansita y fina. Él vendía las crías muy bien. Me decía: “traete las vacas hijas”, estaban comiendo en otro potrero y les gritaba “jaujaujau” y así se venían. 

No se usaban los pantalones, yo tenía un rebozo de rayas blancas y café. Un día se me ensarto una yerba espinosa y yo montada en la yegua reparando muy feo. Mi papá me gritaba que viera a ver si no le picaba algo, hasta que vi que era la yerba la que le picaba.

Allá en el rancho “San Vicente” estaba precioso. Bajaba una cascada. Mi papá me compraba para que fuera con él, me insistía mucho. En la noche me compraba puerquitos de pan para que los comiera con leche. Mi papá me llevaba a donde había flores de San Juan y cuando llegábamos al cerro, a la barranca “el regladero”, habían  muchos venados. 


Mi papá les daba salitre a las vacas, que es un polvo blanco para que se les limpiaran las panzas. Había un señor que le pidió permiso a mi papá para hacer un torito, que era una casita para espiar a los venados y matarlos a los que tomaran de ese salitre. Un día hubo un venadito que me seguía como perrito, mi mamá se lo regaló a mi tío que nos prestó la casa donde vivíamos en Arandas. 

Ese señor era muy listo para educar a los animales. Tenía un cuervo. Le gritaba “prieto” y se venía. Él tenía botica de mortero y era muy atinado. Tenía domesticados a los ratones que había, les hacía un sonido y ellos iban a comer.


Mi mamá vendía 5 barras de hielo para hacer raspados. Se metía en el mercado a vender loza para darnos de comer. “ No te de vergüenza hija” me decía, “cuando te haga falta dinero y yo no esté, manda a los muchachos y los pones a vender afuera del mercado”. Llegó un borracho a las 5 de la mañana y les metió un buen susto. El carnicero los metió a su carnicería mientras se iba el borracho. “Si quiere yo tengo un local que no lo rento para que venda su loza” le dijo el carnicero. Mi mamá tenía un mandil que diario traía y ahí se ponía toda la fruta que le cabía y llegaba las 10 de la noche: “lo que les truje, lo que les truje”, comíamos fruta y camotes enmielados.


Mi mamá tenía unos compadres Chiveros. Señores sencillos que tenían muchas chivas y de eso se mantenían, de queso de chiva. Nos invitaban cada año en tiempo de elotes y teníamos que atravesar el Cerro Gordo. Yo le ayudaba a moler el queso fresco a la señora. Tenía muchos muchachos y uno le llegaba a Rica. Tenía 23 años y ya estaba viudo con dos niñas. Tenía alfajores y él quería que Rica partiera el alfajor. El Chino quería a Cuca, era el mejorcito. 


No querían que durmiéramos en el suelo porque había víboras. Nos picaban por debajo de la puerta para que platicáramos “Viejas apretadas, no saben de rancho”. Las niñas de los chiveros que se hacían pipí en la noche, las colgaban de los pies y les quitaban los orines a baldazos de agua “muchacha cochina” les decían.

Se llegó el domingo y fuimos a misa. Mi mamá en un burro y las muchachas en otro. A mí me tocaba Antonio, que le daba al burro para que nos apartaramos de mi mamá “¿por qué son tan sangronas con nosotros?” me decía que tenía que quererlo. Agarré de las orejas al burro y lo volteé hacia una cerca y aproveché para saltar, corrí con mi mamá y le dije que no quería volver con los Chiveros.



En una fiesta de San Ignacio. El último domingo de enero. Un muchacho traía abrigo y yo pensé que era catrín. Me dijo que si dabamos una vuelta a la plaza, nos sentamos en una bardita y me dijo “con permiso ahorita vengo”. Yo no sabía por qué pedía muchos permisos y en eso se vino el torito que echaba chispas. Por miedo corrimos al kiosko y lo vi tocando el tololoche, era de la Capilla de Guadalupe y no me decía que era el músico del tololoche. Vio que nos reíamos de él y no se volvió a acercar.

viernes, 27 de agosto de 2021

Un poco más… parte 3



Mi papá no se metía para nada al correo. A nosotros nos pagaban un peso. A veces yo gastaba de más y mi mamá me decía que tenía que comprar manteca y me quedaba bien apurada por no encontrar a mi papá.

Yo trabajaba en mi casa desde pequeña. Cosí desde los 15 años. Me gustó hacer vestidos y después bordé  unas blusas de monitos muy divertidos que le hice a una señora de Tepatitlán, una gran cantidad le bordé. Ella me mandaba con los choferes piezas de tela para hacerles las blusas y me ganaba muchos centavitos. Tenía una que cosía las blusas, yo las bordaba y otra las planchaba y les ponía las hombreras. A las 5 pm terminábamos de coser y nos íbamos a la escuela. Rica era la directora y Cuca su auxiliar en la escuela de gobierno. Cuca tenía párvulo, primero y segundo. Rica tenía tercero y cuarto de primaria que sólo hasta ahí llegaba.

Nos salíamos al campo a caminar y después Cuca se compró una bicicleta que ahí rentaban a 50 centavos toda la tarde. Había veces que nos encontraban señores con carretas “ya se les va a hacer noche, no quieren subir sus bicicletas para que regresen a su casa temprano” y nos dejaban en nuestra casa. Éramos estimadas.

Una vez nos encontramos a unas señoras que iban por tunas rojas que se daban en el cerro. Nos cogió un tormentón. Nos cortaron unas hojas como sombrillas y ya que pasó la tormenta y tumbaron las tunas, regresamos llenas de tunas a nuestra casa.

San Ignacio estaba amurallado, los de adentro eran los hacendados y afuera habían chozas hechas de zacate. En la salida del puntito había una puerta que cerraban a las 8 de la noche y quedaban los hacendados bien guardados, que eran los del templo, los de la farmacia, los de la tienda. Mi mamá alcanzó a ser de las de adentro y mi tía Lola era de las de afuera, por eso mi mamá tenía fama de rica. Su abuelo era el administrador de la “Hacienda de la Trasquila”. Ganaba 7 pesos al mes y una medida de maíz y de frijol de 5 litros. 

Vivimos un tiempo en Atotonilco con dos cotorritas llamadas Cuca. Cucas las dos, Cuca mi mamá y Cuca mi hermana, eran cuatro Cucas. Ellas se mantenían de planchar camisas del hotel de la marina. El viejito del hotel me echaba los perros, un día me llevó gallo cantándome: “las tres son de la mañana”. Otro día venía de misa y me agarró un aguacero, me quise bajar de la banqueta para sacarle la vuelta y al querer volverme a subir me resbalé y yo muy digna me levanté con mi paraguas roto.

 Las viejitas con las que vivía, me dijeron que si seguía la música me fuera a buscar otro lugar dónde dormir porque era mucho ruido. Yo dormía en un cuero en el suelo. Nos rentaba un cuarto que tenía ventana en la calle. En una cama dormía Cuca y mi mamá, en otra Pancholín y yo, en el suelo.

Ya en San Ignacio, el mesón de mi casa era cine y ahí conocí al 7 leguas que me pretendía. El era chofer del camión del cine. Además de cine, en el mesón también llegó a haber peleas de gallos y corridas de toros en el corral, le pusieron gradería de madera y toda la cosa. Una vez se salió un toro y se pasó a la casa, fue un desastre, dejaron zapatos tirados por todos lados.

miércoles, 25 de agosto de 2021

Cristeros… historia parte 2



Me acuerdo de un muchacho como de unos quince años que andaba en la revolución junto con su papá y su abuelo. Él les llevaba armas, ropa o de comer a su papá y a su abuelo a los maíces, donde estaban escondidos y en una de esas que los soldados los descubren y los agarraron. Los llevaron a San Ignacio ahí al mesón de mi casa, los sentaron en una banca de material en la entrada de mi casa. Mi mamá muy valiente le pidió permiso al capitán para darles de desayunar, pero el muchacho no quiso y le dijo a mi mamá: “no, yo estoy muy asustado doña Cuca y la leche me puede hacer daño” y el abuelo volteó y le dice “usted no sea rajón, ni la leche le va a alcanzar a hacer daño antes de que estos pelones nos maten”. Se llevaron a los tres al cerro, pero sólo mataron al papá y al abuelo para que le sirviera de escarmiento al muchacho. El pobre bajó corriendo sufriendo y gritándole a mi mamá que le habían matado a su papá y a su abuelo.

Ya después los cristeros eran peores y no se terminaban. Yo les tenía mucho miedo y como mi mamá era agente de correos y el gobierno le pagaba, ellos decían que mi mamá era gobiernista. 

Una noche golpearon con una piedra la ventana donde yo vendía los timbres del correo y gritaban que los dejaran pasar. Uno de ellos tenía la jeta mocha y era bien conocido por nosotros, todos traían un pañuelo rojo disque para tapar su identidad. “¿Donde están las armas de Rebollar?” Preguntaban, “¿dónde esconden las armas de los soldados?” Y mi mamá como era muy valiente les decía: “pues allá las traen ellos para matarlos a ustedes, ya parece que usted me deja su rifle aquí y se va a pasear al campo” Yo me quedé viendo cómo los cristeros recargaban a mi mamá contra un baúl y le apuntaron con un rifle. “No ve que mis hijos están temblando de miedo” les dijo mi mamá. “No se preocupen” dijo hacia nosotros con voz calmada pero llena de miedo, “si me matan, salten por la ventana y corran gritando a casa de Don Patiño y le dicen que les mataron a su mamá”. A mi, después de eso me dió fiebre del sustazo.

Lo que salvó a mi mamá fue que ella les dijo que sólo era la de correos y que a ellos, a los cristeros, también les llevaba sus cartas. Sólo uno de ellos sabía leer y tomó un sobre y comenzó: “se-se-señor cu-cu-cura”… “Ah, entonces no son de los malos” y con eso dejaron libre a mi mamá y a nosotros muertos de miedo. 

Y después que mi papá regresó de Estados Unidos que va entrando a la casa el “Jeta Mocha” muy fresco a mi casa porque mi papá le iba a dar semillas para su rancho. Y le dije “no le vayas a dar nada, este Jeta Mocha vino una noche a matarnos” y mi papá me jalaba diciendo “cállate hija, cómo sabes si todavía guarda recelo”.

Los soldados hicieron un cuartel en el mesón de mi casa. Para ese entonces eran mejores los soldados que los cristeros. Los cristeros eran muchachos de quince años con sus carabinas, sus rifles y sus pistolas. Era gente ranchera, gente bruta. Escupían de largo diciéndose unos a otros: “¿tú cuantos pelones llevas?”, “yo quince” presumiéndose cuántos muertos llevaban.

Los soldados que vivían en nuestro mesón nos platicaban: “Cerca de La Capilla hay un rancho que se llama ‘La Flor’ y ahí hay unos zanjones profundos, ahí se meten los cristeros y nomás se les asoman los sombreros. Entonces el capitán nos grita: Pelotón número 4…número 2, por la derecha… por la izquierda” Así mataban a muchos cristeros y los regresaban a San Ignacio desnudos en carretas y los aventaban en la plaza y decían: “para que se les quite lo cristero”. 

Los cristeros también mataban soldados pero muy pocos. En unos de esos días había un cristero llamado “El Turín” que era muy valiente. Se quedó dormido debajo de un árbol en un corral en el rancho. Lo vieron de lejos los soldados y le tiraron de balazos. Se fueron acercando y él, con su último aliento se echó a un soldado con un balazo. Por valiente, lo remataron a balazos, le quitaron la oreja y la pusieron en una caja con cal “Porque ese hombre si era valiente”, decían ellos mismos.

A los soldados los ayudábamos a cargar sus rifles y los limpiábamos con cepillos. Eran 27 soldados y un capitán en mi casa. Con Raquelito estaba el teniente Heriberto que le decía a mi mamá: “Récele a sus santitos para que los cristeros no me maten, yo quiero ser aviador, yo no quiero morirme”. Ese teniente si lo logró. Pasaron muchos años después de la Guerra y un día un avión lanzó una piedra a las afueras de San Ignacio con una nota escrita para mi mamá:  estoy vivito y coleando gracias a usted que vió por mí, usted dígame donde nos vemos para saludarla a usted y a su familia.” Eso pasó después de 10 años.

Las viejas chismosas de Atotonilco decían que yo tenía algo con Heriberto. Era un hombre bien parecido y aviador. Yo tenía mi novio de Atotonilco y cuando se enteró de los chismes, me dejó. Todas las viejas estaban alborotadas. Le hicieron una comida en una huerta, las majaderas nos pasaban la comedera enfrente y no nos ofrecían, pero él nos pasaba la comida.

Yo entré a la escuela como de 7 años, ya después de la cristiada. Todo San Ignacio era cristero y como mi mamá tenía el correo en su casa, pues yo era gobiernista también y por eso la maestra “Rosa” siempre me tenía hincada. Ahí fue cuando hice migas con Lupe “La Chamuca”. Nos hincaban a las dos atrás de las puertas. Mi papá me hizo un banquillo para sentarme cuando la maestra se descuidara porque “mi hija burrita sin saber leer, no.” Me decía:  “Aguante, algún día tiene que tener remedio esto.” 

Un día no sé como llegó un inspector a la escuela y me preguntó qué hacía hincada, “yo soy gobiernista señor, yo no tengo mesabanco y ésta es Lupe La Chamuca que se roba los canuteros y los lápices”. Cesaron a la señorita Rosa y casi se nos dejó venir el pueblo entero porque todos la querían. Pero después llegó la señorita Locha. Mi mamá le prestó una casa para que viviera y yo me la viví pegada a la señorita y ya no sufrí, ya tenía mi mesabanco para sentarme. Teníamos clases en las mañanas y en la tarde, saliendo nos dedicábamos a bordar.

Para terminar quinto y sexto de primaria, primero mandaron a Rica a vivir con una tía para que estudiara en el colegio Atenas con la maestra Lupita Escoto, recién llegada de Europa. Después nos fuimos mi mamá, Cuca, Pancholín y yo a terminar nuestro estudios, que sólo llegaban a sexto. De ahí se fue Pancholín de Hermano porque iba mucho el hermano Galves a visitar al colegio a ver si había vocaciones y de ahí Pancholín quiso. 

Mi mamá se ganó tanto dinero vendiendo ollas y cazuelas que compró una casa en Atotonilco. Así nos turnábamos 6 meses en Atotonilco y 6 meses en San Ignacio.. Y nos regresábamos a San Ignacio porque mi papá y el correo estaban ahí  y había que atenderlos.



martes, 24 de agosto de 2021

Un poco de historia...parte 1



Les voy a contar una historia que parece un cuento pero no lo es. Es una historia real platicada de viva voz de la protagonista. Fue hace mucho tiempo y fue rescatada de la penumbra del recuerdo y con un toque de fantasía, pero de eso se tratan los recuerdos, son representaciones gráficas de hechos reales que con el paso del tiempo se van modificando en la mente dependiendo de qué elementos causaron más impacto y también de qué es lo que nos conviene platicar, omitiendo algunas cosas vergonzosas para nosotros mismos. Al final sale un relato hermoso contado por una grande de mi familia. Forma parte de un momento histórico muy importante con tintes personales:


Nací en San Ignacio Cerro Gordo en 1926. Justo me tocó nacer y crecer en la Revolución Cristera. El gobierno te daba una fecha para irte del pueblo, así que nos fuimos a Arandas reconcentrados. San Ignacio se quedó solo porque tenía muchos escondites de los cristeros, casi todo el pueblo era cristero. Dejaron el pueblo solitario y a los que encontraban, los mataban.

La Guerra Cristera inició con Plutarco Elías Calles, que era el presidente de México. El viejo no era católico. Mandó soldados por todos lados que se metían a los templos con todo y caballos, tiraban a los santos, destruían imágenes y pisoteaban las hostias tiradas en el suelo. Por eso y bajo la orden del obispo Garibi Rivera, los sacerdotes cerraron los templos. Eran tiempos muy difíciles. 

Había un padrecito muy aventado que se escondía en una casa donde decía misa. Así me bautizaron, a escondidas; y a los siete años, así hice mi primera comunión también, en casa de los hacendados con el padre Rositas. 

Cuando huimos de San Ignacio y nos fuimos para Arandas, Antonio Bravo nos dió refugio. Nadie podía entrar a San Ignacio si no tenía un salvoconducto. No todos tenían refugio y las condiciones eran muy malas. La gente hacía sus casas de campaña con sábanas o lo que sea que tuvieran. Por las malas condiciones en las que vivíamos hubo una epidemia de viruela negra, que eran unos granos que te salían en la piel, pero los peligrosos eran internos y te mataban por asfixia.

En mi casa fuimos muchos hermanos, pero sólo sobrevivimos 4 a los cristeros. La más grande de todos mis hermanos fue Margarita, ella se murió al nacer en San Ignacio. Mi papá, cuando Margarita no salía se fue en caballo a traer un doctor de Arandas. El caballo se murió en el camino de tanta corrida que le dió. Cuando por fin llegó a donde estaba mi mamá con Margarita, la sacaron con unas alcayatas, que se usaban para los caballos, ya muerta. Mi mamá se quedó acostada en dos bancas con las piernas abiertas hasta que la sangre paró de gotear. 

Luego de Margarita, siguió Ricarda, luego yo y después Cuca. Después de Cuca nació Emilio en Arandas. Emilio se murió de asfixia por la viruela negra cuando era un bebé. Estaba tan descompuesto por tantos granos que mi mamá dijo que desconocía a su hijo de tan desfigurado que quedó. Cuando se murió, mi mamá no tenía dinero ni para el cajón ni para el camposanto. Para ese entonces mi papá no estaba con nosotros, el nomás oía balazos y huía a Estados Unidos. No nos mandaba ni dinero ni nada y a mi mamá le hacían falta 9 pesos para completar el cajón. Logró que el administrador de correos le prestara los 9 pesos y después los desquitó con su trabajo. Mi mamá era agente de correos en San Ignacio.

Después de Emilio nació Beatriz en San Ignacio , ella se murió de 8 meses, porque después de la epidemia de viruela nos dió sarampión. Encomendaron a un señor apodado "El Nano", que caminaba más deprisa que un caballo, a traer medicinas de Arandas, pero aún así Beatriz no la libró, murió.

El último de mis hermanos es Pancholín. Yo lo oí chillar cuando nació. Una señora llamada "La Boche" la hizo de partera, ella cobraba 7 pesos y te iba a ver los 40 días hasta que el ombligo se caía. Pidió canela con un poco de alcohol. Se tomaba todo el alcohol y ya borracha decía; "pújale hija, pújale".  Nosotras apuradas llorando por mi mamá, mientras en un petate nació Pancholín. A él le curó el ombligo con un árbol que soltaba bolas peludas y con eso se le cayó. 

Después de tiempo en Arandas, nos regresamos a San Ignacio y nos dimos cuenta que las vacas y puercos que teníamos ya no estaban, habían sido comidos.